El diario de un loco
狂人日記 / 狂人日记 (1918)
Lu Xun 鲁迅 (China: 1881-1936)
Capítulos:
(1) (2) (3) (4) (5) (6) (7) (8) (9) (10) (11) (12) (13)
Inicio
Dos hermanos, cuyo nombre no quiero
revelar, fueron amigos míos en los lejanos tiempos del bachillerato; luego
de separarnos, con el paso de los años, acabé por perder su pista. Días
atrás me entere casualmente de que uno de ellos se encontraba muy enfermo;
de regreso a mi pueblo, di un rodeo para ir a visitarles, pero sólo encontré
al mayor, quien me dijo que el que había estado enfermo era su hermano. Te
agradezco mucho el que te hayas molestado en venir a vernos; mi hermano ya
se ha recuperado y desempeña en estos momentos un puesto de funcionario
suplente en cierto lugar. Me mostró riendo un diario en dos libretas, en el
que, según él, se podía observar la pasada enfermedad de su hermano. No veía
inconveniente alguno en que un viejo amigo tuviera acceso a este diario. Así
que me lo llevé y nada más leerlo he sabido que la enfermedad de mi amigo no
era otra que la llamada «manía persecutoria». El lenguaje del diario es
confuso y desordenado, y abunda en absurdos; tampoco especifica fechas,
aunque se ve que no ha sido escrito de una vez, debido a las diferencias en
la tinta y en la letra. He seleccionado algunos de los fragmentos que
ofrecen una relativa coherencia para que puedan servir como material a la
investigación médica. No he cambiado ni un ideograma del texto original;
sólo los nombres de los personajes, aunque se trata de hombres de pueblo
totalmente desconocidos, han sido todos modificados al no influir en el
tema. En cuanto al título he respetado el que su autor le puso después de
recobrar la salud.
2 de abril de 1918.
I
Esta noche hay una luna maravillosa.
Hacía más de treinta años que no la veía;
hoy, al contemplarla, mi espíritu se ha inundado de felicidad. Ahora me doy
cuenta de que los últimos treinta años he vivido en la oscuridad; a pesar de
todo debo extremar las precauciones. Si no, ¿por que el perro de los Chao me
ha lanzado esa doble mirada?
Mis temores están más que justificados.
II
Hoy no brilla la luna; sé que las cosas no
marchan bien. Esta mañana, cuando salía de casa con todo cuidado, Chao el
Ricachón me ha mirado de una manera aún más extraña: como si me tuviera
miedo, como si quisiera matarme. Había además siete u ocho personas
cuchicheando acerca de mí, temerosas de que las viera. Y así, todo el que me
encontraba por la calle. El más terrible de todos fue un hombre que me lanzó
una risotada de oreja a oreja; sentí un escalofrío por todo el cuerpo: ahora
sabía que sus planes estaban ya a punto.
Pero yo no tuve miedo, y seguí como
siempre mi camino. Más adelante me tropecé con un grupo de chiquillos;
también ellos hablaban de mí, y sus miradas y sus pálidos rostros eran
idénticos a los de Chao el Ricachón, con el mismo reflejo acerado. Qué puedo
yo haberles hecho, pensé, para que también ellos... No pude contenerme y les
grité: «Decidme, ¡¿por qué?! » Pero ellos echaron a correr.
Me pregunto qué puedo yo haberle hecho a
Chao el Ricachón, qué les puedo haber hecho a la gente de la calle; lo único
fue hace veinte años, cuando pisé el libro de contabilidad del señor Ku Chiu,
y éste se enfadó muchísimo. Aunque Chao el Ricachón no conoce al señor Ku
Chiu, es seguro que ha oído hablar de aquel incidente y me guarda rencor por
ello; y además se ha puesto de acuerdo con la gente de la calle para que
todos consideren aquel asunto como un agravio. Pero, ¿y los niños? En aquel
tiempo aún no habían nacido, ¿por qué hoy también ellos me miran de esa
extraña manera, como si me temieran, como si quisieran matarme? Esto me da
realmente miedo, me intriga y al mismo tiempo me entristece.
Acabo de comprenderlo: ¡se lo han
contado sus padres!
III
Por las noches no consigo conciliar el
sueño. Las cosas hay que estudiarlas a fondo para poder entenderlas.
Algunos han sido condenados por el
gobernador del distrito a llevar la carga al cuello, hay quien ha recibido
sus buenas bofetadas del cacique del lugar, quien ha visto a los guardias
apoderarse de su mujer, e incluso algunos han perdido a sus padres
arrastrados al suicidio por la presión de los acreedores. Y con todo, a
ninguno se le ha visto nunca un rostro tan temeroso y tan feroz como ayer.
Lo más extraño ha sido aquella mujer,
ayer, en la calle. Estaba pegando a su hijo mientras le decía:
« ¡Desvergonzado! ¡Sólo dándote unos cuantos
mordiscos me quedaría a gusto!» Y mientras eso decía me miraba a mí. No pude
ocultar un sobresalto; y entonces, aquel grupo de hombres vampiro rompieron
en sonoras carcajadas. Chen el Quinto llegó corriendo y me arrastró hasta
casa.
Me arrastró a casa, pero allí fingieron
no conocerme. Sus miradas eran idénticas a las de los otros. Entré en el
estudio y echaron el cerrojo por fuera, como si encerraran a una gallina.
Esto me hace aún todo más inexplicable.
Hace unos días vino uno de nuestros
arrendatarios de la aldea Los lobos a informarnos de la mala cosecha. Le
contó a mi hermano que la gente de la aldea había matado a un criminal del
lugar, y que algunas personas le habían arrancado el corazón y el hígado y
se los habían comido, después de freírlos, para aumentar su propio valor. Al
interrumpir yo la conversación, el arrendatario y mi hermano me dirigieron
varias miradas. Hoy es cuando me he dado cuenta de que sus miradas brillaban
igual que las del grupo que encontré en la calle.
Cuando lo pienso, un escalofrío me
recorre todo el cuerpo.
Si son capaces de comer hombre, ¿por qué
no iban a comerme a mí?
Piensa, si no, en los mordiscos de
aquella madre, en las carcajadas del grupo de hombres vampiro, en las
palabras del arrendatario: evidentemente se trata de una contraseña. Veo que
sus palabras son todas veneno; sus risas, puros cuchillos; y sus dientes,
tan blancos y bien afilados. Son ciertamente individuos que comen hombre.
A mi modo de ver, aunque no soy una mala
persona, desde que pisé el libro de los Ku es difícil saberlo. Parece como
si ellos tuvieran intenciones ocultas que yo no puedo adivinar. Además, en
cuanto se enfadan con alguien no dudan en calificarlo de criminal. Recuerdo
cuando mi hermano me enseñaba a disertar; por bueno que fuese el personaje
sobre el que versaba la disertación, bastaba que yo escribiera cuatro frases
de crítica para que mi hermano las subrayara en señal de aprobación; y si
disculpaba en mi escrito a personajes malos, me decía: «eres verdaderamente
original, un genio en llevar la contraria al cielo.» Cómo voy yo a adivinar
cuáles son los verdaderos pensamientos de esa gente; y más aún tratándose
del momento en que piensan comer.
Las cosas hay que estudiarlas a fondo
para poder entenderlas. En la antigüedad a menudo se comía carne humana, yo
también me acuerdo, aunque no tengo una idea muy clara. Me he puesto a
hojear la historia, pero esta historia no menciona fechas o épocas; en todas
las páginas aparecen, de través, los ideogramas ren yi, tao te (bondad y
moral). Me ha sido imposible conciliar el sueño, la mayor parte de la noche
me la he pasado leyendo atentamente, y al final he descubierto, entre
líneas, que todo el libro está ocupado por dos ideogramas: chi ren (comer
hombre).
El libro está lleno de ideogramas,
muchas fueron las palabras del arrendatario, pero todos, sonriendo, me
contemplan fijamente con ese extraño fulgor.
Yo también soy hombre, ¡ellos piensan
comerme!
IV
Esta mañana he estado un rato sentado en
silencio. Chen el Quinto me ha traído la comida: un tazón de verduras y otro
de pescado al vapor. He visto los ojos del pez, blancos y duros, su boca
abierta, igual que aquel grupo de gente que quiere comer hombre. Después de
unos cuantos bocados, ya no sabía si aquello era pescado o carne humana y
terminé por vomitarlo todo.
Dije: -Viejo Quinto, dile a mi hermano
que aquí me ahogo, que quiero salir al jardín a dar un paseo. El no me
contestó, pero al poco volvió y abrió la puerta.
No me moví. Me dispuse a observar las
medidas que iban a adoptar conmigo. Sabía que de ningún modo me soltarían.
¡Efectivamente! Mi hermano traía a un anciano. Se me acercó lentamente, con
un siniestro fulgor en su mirada. Temiendo que yo le viera, inclinaba su
cabeza hacia el suelo, mientras me miraba a hurtadillas por encima de sus
anteojos. Mi hermano me dijo: «Hoy pareces encontrarte muy bien». Le
respondí: «Sí». «He pedido al doctor Je que viniera hoy a hacerte un
reconocimiento», dijo mi hermano. «De acuerdo», le contesté. En realidad,
¡cómo no iba yo a saber que aquel anciano no era otra cosa que un verdugo
disfrazado! Sin duda el tomarme el pulso sólo era un pretexto para averiguar
si estaba bien cebado; por este trabajo se llevaría una buena tajada de mi
carne. Pero yo no tengo miedo; aunque no he comido carne humana soy más
valiente que ellos. Así que le tendí mis dos puños, a ver que hacía. El
anciano se sentó, cerró los ojos y me tomó el pulso durante un buen rato.
Permaneció un momento silencioso y luego, abriendo sus diabólicos ojos,
dijo: «No hay que dar rienda suelta a la fantasía. Unos días de reposo y
tranquilidad y se pondrá bien».
No hay que dar rienda suelta a la
fantasía, reposo y tranquilidad. Con el reposo engordaré y ellos,
naturalmente, podrán comer más. Y yo, ¿qué consigo? ¿Cómo me voy a «poner
bien»? A esa horda humana le gusta comer hombre, pero lo hace a escondidas,
se las ingenia para ocultarlo, no se atreve a actuar directamente. Es para
morirse de risa. No me pude contener y solté una gran carcajada, enormemente
regocijado. Sabía que mi risa encerraba justicia y rectitud. El anciano y mi
hermano perdieron el color, paralizados por esta manifestación mía de
valentía y rectitud.
Sin embargo, esta valentía mía les hará
apetecer aún más mi carne, para apropiarse de ella cuando me coman. Cuando
el anciano salía, no lejos de la puerta, le dijo a mi hermano en voz queda:
«Es urgente que coma». Mi hermano asintió con la cabeza. Así que, ¡tú
también! Este importante descubrimiento, aunque inesperado, no me coge en el
fondo por sorpresa: ¡mi hermano forma parte de los que se han puesto de
acuerdo para comerme!
¡Mi hermano come hombre!
¡Soy hermano de un hombre que come
hombre!
¡Aunque yo mismo sea comido por otros,
sigo siendo hermano de un hombre que come hombre!
V
Estos últimos días he dado marcha atrás
en mis reflexiones. Supongamos que el anciano no es un verdugo disfrazado,
que es un verdadero médico, sin embargo ello no impide que siga siendo un
hombre que come hombre. En el «No sé cuantos de las plan-tas medicinales» 1,
escrito por su gran maestro Li Shi-chen, se dice bien claro que la carne
humana se puede comer frita; ¿cómo va entonces a negar que él come hombre?
En cuanto a mi hermano, mi acusación
está bien fundamentada. Cuando me daba clases, oí un día de sus propios
labios que se podía «intercambiar a los propios hijos para comérselos» 2; y
otra vez en que casualmente disertábamos acerca de un hombre malo, dijo que
no sólo merecía la muerte, sino incluso que «su carne debía ser comida y su
piel servir de alfombra» 3. Yo entonces era pequeño, y el susto que me dio
me duró mucho tiempo. Cuando anteayer el arrendatario de Los lobos vino a
contarle a mi hermano que en la aldea se habían comido el corazón y el
hígado de una persona, mi hermano no se extrañó lo más mínimo y aprobó con
la cabeza. Evidentemente sus sentimientos siguen siendo tan inhumanos como
antes. Supuesto que se puede «intercambiar a los propios hijos para
comérselos», cualquiera entonces puede ser intercambiado, cualquier hombre
puede ser comido. Antes me limitaba a escuchar sus razonamientos, sin que
mis ideas se aclararan; hoy sé que cuando mi hermano exponía sus razones no
sólo sus labios rebosaban grasa humana, sino que además su mente estaba
dominada por la idea de comer hombre.
VI
Me encuentro en la más completa
oscuridad; no sé si es de día o de noche. El perro de los Chao ha vuelto a
ladrar.
Son crueles como el león, medrosos como
la liebre, astutos como la zorra...
VII
Conozco sus métodos. No matan de forma
directa; no se atreven por miedo a las consecuencias. Por eso todos ellos se
han puesto de acuerdo, han tendido una gran red a mí alrededor para forzarme
al suicidio. Basta con ver las caras de aquellos hombres y mujeres en la
calle hace unos días, y la conducta de mi hermano últimamente, para darse
cuenta de cómo son las cosas con casi toda seguridad. Lo mejor seria
desabrocharse el cinturón, colgarlo de una viga y ahorcarme de una vez. Así,
ellos, sin poder ser acusados de asesinato, verían realizados sus deseos:
sin duda todos reirían quedamente en el colmo de la alegría. O si no, el
miedo y la tristeza acabarán conmigo y, aunque algo flaco, tampoco dejarán
de mostrar su aprobación.
¡Ellos sólo comen carne muerta! Recuerdo
que en cierto libro se habla de un ser llamado «hiena», cuya mirada y
aspecto son muy desagradables; normalmente come carne muerta, y llega a
triturar los huesos con los dientes para tragárselos; cuando uno se pone a
pensarlo da verdadero miedo. La «hiena» está emparentada con el lobo, y el
lobo es de la misma familia del perro. Anteayer el perro de los Chao me
lanzó varias miradas, evidentemente también e toma parte en el complot desde
hace tiempo. Y por supuesto no me voy a dejar engañar porque el anciano
dirigiera su mirada hacia el suelo.
Lo que más pena me da es mi hermano. El
también es un ser humano. ¿Por qué no tiene miedo alguno? Y además se
confabula con otros para comerme. ¿Será que no lo considera algo malo por
haberse acostumbrado con el tiempo? ¿O tal vez que se ha vuelto un hombre
sin conciencia y puede cometer un crimen a sabiendas de lo que hace?
Maldigo a los hombres que comen hombre,
empezando por él, y también por él tendré que empezar si quiero convencerles
para que dejen de comer hombre.
VIII
Realmente, hoy en día ellos deberían
haber comprendido desde hace tiempo estas razones...
Un joven llegó de repente; no pasaría de
los veinte años, sus rasgos no se distinguían con claridad, aunque sí la
sonrisa que llenaba su rostro. Me saludó con la cabeza; su sonrisa no
parecía una verdadera sonrisa. Yo le pregunté: « ¿Está bien comer hombre? »
«Este año ha habido cosecha, no es un año de hambre, ¿cómo se va a comer
hombre?», dijo él sin dejar de sonreír. Inmediatamente me di cuenta de que
él también era del grupo, que también a él le gustaba comer hombre. Redoblé
entonces de valor e insistí en mi pregunta:
-¿Está bien, o no está bien?
-¿Qué sentido tiene preguntar eso? Es
usted verdaderamente... chistoso. Hoy hace un tiempo espléndido.
-Un tiempo espléndido, y también una
luna brillante. Pero yo te quiero preguntar: « ¿está bien?»
No lo aprobó. Respondió con voz confusa:
«No...»
-¿No está bien? Entonces, ¿por qué ellos
lo comen?
-Esas cosas no pasan...
-¿Que esas cosas no pasan? En Los lobos,
además en los libros está escrito con toda claridad.
Cambió entonces de color, el rostro
lívido como el acero, y dijo con ojos muy abiertos:
-Es posible que se den algunos casos;
siempre ha sido así...
-Siempre ha sido así; ¿entonces está
bien?
-No quiero hablar con usted de estas
cosas; en último término no debe usted hablar de ello; si lo hace comete una
equivocación.
Di un brinco, los ojos bien abiertos,
pero el joven ya había desaparecido. Tenía el cuerpo inundado de sudor. Este
hombre era mucho más joven que mi hermano y, sin embargo, también era del
grupo; sin duda sus padres se lo habían enseñado. Y mucho me temía que él, a
su vez, ya se lo hubiera enseñado a sus hijos; por eso hasta los niños me
miran de esa feroz manera.
IX
Todos quieren comer hombre, y al mismo
tiempo tienen miedo de ser comidos por los demás. Por eso todos se espían
unos a otros, con miradas penetradas de desconfianza...
Si se pudiera acabar con estas ideas,
¡qué agradable sería! Poder trabajar tranquilamente, caminar, comer, dormir
sin preocupación. Sólo hace falta franquear una barrera. Pero ellos han
formado un grupo; padres e hijos, hermanos, esposos, amigos, maestros y
discípulos, enemigos, incluso desconocidos, todos se convencen unos a otros,
se encadenan mutuamente e impiden que nadie se decida alguna vez a franquear
ese insignificante obstáculo.
X
Esta mañana, muy temprano, he ido a
buscar a mi hermano; estaba mirando el cielo a la puerta del salón. Me situé
a su espalda, justo en medio de la puerta, y le dije con tono
extraordinariamente tranquilo y amable:
-Hermano, tengo algo que decirte.
-Dilo -volvió rápidamente la cabeza y
consintió con un gesto.
-Tengo unas cuantas palabras que
decirte, pero no me salen. Hermano, es casi seguro que en tiempos remotos,
los salvajes comían carne humana. Luego, algunos, al tener diferentes
sentimientos, dejaron de comerla, se esforzaron por mejorar y se
convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. En cambio, otros siguieron
comiendo, igual que los insectos, unos se transformaron en peces, pájaros,
monos, hasta llegar a convertirse en hombres. Otros no quisieron mejorar, y
siguen hoy siendo insectos. ¡Qué vergüenza para el hombre que come carne
humana si se compara con el que no la come! Sospecho que su vergüenza debe
ser mucho mayor que la que pueda sentir el insecto en comparación con el
mono.
Yi Ya cocinó a su propio hijo y se lo
dio a comer a Chie y a Chou; es esta una antigua historia. Todos sabemos que
desde que Pan Ku2 separó el cielo de la tierra, los hombres se han comido
unos a otros; hasta lo del hijo de Yi Ya fue así, y también después hasta
los tiempos de Si' Si-Lin, y desde Si' Si-Lin hasta el hombre apresado en la
aldea Los lobos, el hombre ha seguido comiéndose a sus semejantes. El año
pasado cuando en la ciudad decapitaron a unos criminales, hubo un
tuberculoso que se bebió su sangre empapada en man tou.
Ellos quieren comerme y, por supuesto, tú
solo no puedes hacer nada; sin embargo, ¿qué necesidad tienes de entrar en
su grupo? Los que comen hombre son capaces de cualquier cosa; me comerán a
mí, te comerán a ti y, dentro del grupo, se comerán unos a otros. ¡Cuando
basta con un solo movimiento, con un cambio que sólo cuesta un instante,
para que la paz reine entre los hombres! Aunque siempre haya sido así,
nosotros podemos hoy romper con la costumbre y tratar de mejorar; podemos
decir: ¡Esto no puede ser! Hermano, estoy seguro de que tú puedes decirlo;
anteayer, cuando el arrendatario quería que le rebajases el alquiler,
dijiste que no podía ser.
Al principio mi hermano sólo mostraba
una fría sonrisa, pero poco a poco sus ojos se fueron cubriendo de un brillo
feroz; y cuando puse al descubierto su intriga, su rostro se tomó lívido.
Frente a la puerta de la calle se había ido congregando la gente. Allí
estaba también Chao el Ricachón y su perro. Todos ellos alargaban el cuello
para poder ver. Algunas caras parecían como cubiertas por un velo y no podía
distinguirlas; otras eran las caras de siempre, semejantes a vampiros, con
una retorcida sonrisa en la boca. Yo sabía que eran el grupo, que todos
ellos eran antropófagos. Pero también sabía que no todos eran iguales, que
unos consideraban que se debía comer hombre porque siempre había sido así,
mientras que otros, aunque eran conscientes de que no se debía, querían pese
a todo seguir comiendo hombre, y al mismo tiempo temían ser denunciados. Por
eso, al oír mis palabras se enfurecieron, si bien sólo dejaron ver una fría
sonrisa en sus labios contraídos.
En ese momento mi hermano puso de
repente una cara terrible y gritó:
-¡Fuera todos! ¡Qué interés tiene
contemplar a un loco!
Entonces comprendí otro de sus trucos.
No sólo se negaban a cambiar, sino que habían tomado sus medidas desde
tiempo atrás: tenían preparado cubrirme con la etiqueta de loco. Así, cuando
me coman el día de mañana, aparte de que aquí no habrá pasado nada, habrá
incluso gente que les estará agradecida. Es el mismo método que siguieron en
la aldea Los lobos, y por eso dijo el arrendatario que era un criminal el
que allí se habían comido entre todos. ¡He ahí su canción de siempre!
También Chen el Quinto entró, lleno de
cólera. Por mucho que se esfuercen en hacerme cerrar la boca, tengo que
decirles a ese grupo:
-¡Podéis reformaros! ¡Reformaros desde
el fondo de vuestro corazón! Debéis saber que en el futuro no se permitirá
vivir en el mundo a la gente que come hombre.
Si no cambiáis, acabaréis todos
devorados los unos por los otros. Por muchos hijos que tengáis, seréis
exterminados por los verdaderos hombres. ¡Exterminados como los lobos por
los cazadores! ¡Exterminados como insectos!
Chen el Quinto hizo a la gente que se
dispersara. Mi hermano también se fue, no sé a dónde. Chen el Quinto me
convenció de que volviera a mi cuarto. El cuarto estaba en completa
oscuridad. Las vigas temblaban sobre mi cabeza; temblaron un rato y luego
aumentaron de tamaño y se amontonaron sobre mí.
Sentía un peso inmenso que me impedía
todo movimiento. Querían hacerme morir. Me di cuenta de que su peso era
ficticio y empecé a forcejear; mi cuerpo se cubrió de sudor. A pesar de todo
tenía que decirlo:
- ¡Reformaos en seguida! ¡Reformaos
desde el fondo de vuestro corazón! Debéis saber que en el futuro no se
consentirá que los que comen hombre...
XI
El sol ya no sale. La puerta está
cerrada. Dos comidas al día.
Cojo los palillos y me acuerdo de mi
hermano. Sé que él es el único responsable de la muerte de mi hermana
pequeña. En aquel entonces mi hermana sólo tenía cinco años, todavía
recuerdo su figura encantadora y llena de ternura. Mi madre no dejaba de
llorar, y fue él quien la convenció de que no debía llorar; posiblemente
porque él se la había comido y el llanto de mi madre le hacía sentirse
avergonzado. Si al menos fuera capaz de sentirse avergonzado...
No puedo decir si mi madre sabía o no
que mi hermanita había sido devorada por mi hermano.
Pienso que mi madre lo sabía; y que no
lo dijo claramente cuando lloraba por juzgarlo algo natural. Recuerdo que
cuando yo tenía cuatro o cinco años, un día que estaba sentado al fresco en
la puerta del salón, mi hermano me dijo que sólo podía considerarse hombre
de bien al hijo que fuera capaz de cortarse un trozo de carne, cocerla y
dársela a comer a sus padres si éstos caían enfermos; mi madre en aquella
ocasión no le contradijo. Si se puede comer un trozo, es natural que se
pueda comer todo entero. Sin embargo, aquella forma de llorar, ahora que la
recuerdo> partía verdaderamente el corazón. ¡Es algo ciertamente extraño!
XII
Ya no puedo pensar en ello.
Hasta hoy no me había dado cuenta de que
he vivido años y años en un lugar en el que, desde hace cuatro milenios, se
come hombre; cuando mi hermanita murió, era mi hermano el que se ocupaba de
los asuntos domésticos; no sería nada raro que nos hubiera dado a comer a mi
hermanita, sin percatamos de ello, mezclada con la comida.
Es posible que yo haya comido, sin
saberlo, algunos trozos de carne de mi hermanita, y ahora me llega a mí el
turno...
Con esta historia mía de cuatro mil años
comiendo hombre, que yo en principio desconocía, ahora que la veo
claramente, ¡qué difícil me va a resultar mirar cara a cara a los verdaderos
hombres!
XIII
¿Habrá acaso niños que no hayan comido
hombre?
Hay que salvar a los niños…