06/09/2016
NOTICIA.
El Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística (IBOPE), en un informe
publicado el 05/09/2016, sitúa la aprobación ciudadana al gobierno del
presidente brasileño, Michel Temer, entre el 8% y el 19% en las 27 capitales
regionales de Brasil.
La prolongada lucha de clases en América Latina
Michel Temer tras ejercer desde el
12 de mayo como presidente interino por la destitución por el Senado de Dilma
Rousseff, el pasado 31 de agosto fue proclamado por el Congreso como nuevo
presidente de Brasil con 61 votos a favor y 20 en contra.
La coherencia democrática después
del fallo de destitución de la presidenta le tenía que haber llevado al Congreso
a someter su veredicto al sufragio de los electores quienes fueron los que
otorgaron la presidencia a Dilma Rousseff, y en caso de ratificación proceder a
la convocatoria de nuevas elecciones presidenciales, sin embargo, el Congreso de
Brasil en una clara contradicción democrática se erigió por encima de la
voluntad popular, siendo nombrado por primera vez en la etapa democrática de
Brasil el presidente de la nación sin someterse al sufragio de los ciudadanos.
Hasta ahora ninguna instancia
judicial competente se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de la decisión
del Congreso de elegir un nuevo presidente en lugar de dar paso al voto popular,
lo que induce a pensar que la propia judicatura está forzando la legalidad
institucional en contra de los procedimientos democráticos.
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En el fondo de la cuestión, como
en todas las confrontaciones políticas de importancia que han sucedido en los
países latinoamericanos, existe una profunda lucha de clases entre los intereses
de una oligarquía económica y política que ha detentado la propiedad de las
riquezas en las diferentes naciones latinoamericanas, y el conjunto de clases
populares que han venido subsistiendo en su mayoría en economías de autoconsumo
en las zonas rurales y dentro del denominado sector informal en las urbanas.
El atraso latinoamericano,
teniendo en cuenta el enorme recorrido histórico desde su independencia hace dos
siglos, es fruto de una estructura de propiedad basada en familias oligárquicas
que han antepuesto su beneficio y estatus social a la modernización de sus
países. Las oligarquías han perpetuado su poder debido a que históricamente han
dominado todos los resortes del Estado, policial, militar y judicial. Los
intentos de cambios políticos, en unos casos por alzamientos populares, en otros
por las urnas como fue el intento fallido en Chile en los años setenta por el
presidente Salvador Allende, fueron ahogados con la represión.
La lucha de clases en
Latinoamérica ha tenido su origen y dramatismo en la desigualdad social. En el
periodo de férreas dictaduras tuvo su oposición en la sublevación armada. En los
años sesenta y setenta varias naciones latinoamericanas siguiendo el ejemplo de
la revolución cubana se alzaron en armas contra dictadores y regímenes
corruptos. En Nicaragua, Colombia y El Salvador en guerrillas predominantemente
rurales, y en Brasil, Argentina y Uruguay de tipo urbano. El contrapoder armado
después de Cuba solamente llegaría al poder en Nicaragua con el derrocamiento
por el Frente Sandinista de la dictadura somocista. Sin embargo, posteriormente
sería Nicaragua quien marcaría la pauta de priorizar la democracia sobre el
poder de las armas. El Frente Sandinista tras su llegada al poder en 1979 dio
paso a una constitución democrática; en 1990 los sandinistas perdieron las
elecciones, pero asumieron su derrota poniendo fin a la premisa de la izquierda
revolucionaria “que el poder ganado con las armas debía ser mantenido de la
misma manera”, cuestión que las fuerzas derechistas nunca lo habían hecho, pues
cuando perdían las elecciones por gobiernos opuestos a sus intereses recurrían
al Golpe de Estado militar.
La experiencia nicaragüense
abriría la esperanza a la solución de otros conflictos armados como sucedió en
El Salvador en los años noventa, y ahora está a punto de solucionarse en
Colombia con el acuerdo del gobierno de Manuel Santos y las guerrillas de las
FARC que pondrá fin a medio siglo de enfrentamientos armados. Desde los años
noventa, el recurso al golpe militar y a la sublevación armada quedó relegado
del escenario de la lucha de
clases en Latinoamérica; la misma
pasó a situarse en el escenario de la confrontación política democrática.
En la primera década del presente
siglo, la concurrencia de tres importantes factores, contribuyeron al auge
electoral de las fuerzas populares progresistas en la mayoría de los países
latinoamericanos: 1. el fracaso de los gobiernos derechistas en los años noventa
que no hicieron nada por redistribuir la riqueza; 2. el inicio de un ciclo
económico alcista 3. la ciudadanía había superado el miedo a que un resultado
electoral adverso a los poderes políticos tradicionales pudiera desembocar en un
golpe de Estado militar, y 4. la apuesta de los partidos populares y
soberanistas por los métodos democráticos para llevar a cabo los cambios
políticos de nacionalización de los recursos naturales y la distribución de la
riqueza.
Estos factores no solo
contribuyeron al triunfo de las fuerzas progresistas sino que las consolidaron
en el poder. Bolivia, con Evo Morales; Venezuela, con Hugo Chávez; Brasil, con
Lula da Silva; Rafael Correa en Ecuador, y el retorno en nicaragua del Frente
Sandinista al gobierno en el 2006 tras dieciséis años en la oposición, entre
otros, marcaron una nueva etapa Latinoamericana que sería definida por el
presidente ecuatoriano Rafael Correa: “no como una época de cambio, sino como
un cambio de época”.
Sin embargo, la llegada al
gobierno de las formaciones progresistas, en ningún momento ha significado que la lucha
de clases haya terminado en los
países latinoamericanos. Las oligarquías latinoamericanas impedidas para el
golpe militar por el rechazo popular, han venido manteniéndose en la oposición
política, pero su tradición de tomar el poder por medios ilícitos ha seguido
presente, y en las naciones donde no han podido acceder al poder a través de la
urnas lo han venido realizando a través de golpes institucionales blandos, como
sucedió en Honduras en 2009 con la relegación del poder del presidente Manuel
Zelaya, en Paraguay en 2012 con la destitución del presidente Fernando Lugo, y
ahora, en Brasil, con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff.
El éxito en la permanencia de los
gobiernos progresistas en Latinoamérica ha estado muy ligado a la prosperidad
económica, pues una vez que Estados como Bolivia, Venezuela, Ecuador, Brasil y
Argentina tuvieron el control de los recursos naturales, sus ingresos permitían
la redistribución de la riqueza, pero a pesar de las políticas económicas
redistributivas, debido a la ausencia de programas efectivos de los nuevos
gobiernos orientados a la diversificación económica y al desarrollo científico técnico, la
estructura económica de estos países no ha cambiado, siguiendo anclados en el
viejo modelo económico sustentado principalmente en el comercio de materias
primas.
En la segunda década del presente
siglo, a estos errores de los gobiernos progresistas se han sumado los efectos
negativos de la crisis financiera del 2008. La caída de los mercados y precios
de las materias primas ha mermado los ingresos de los Estados y, con ello, las
reservas dedicadas a los programas sociales también. Sectores de las clases
populares han ido perdiendo confianza en los gobiernos progresistas y, esta
debilidad en los apoyos sociales, está llevando a las viejas oligarquías a
intentar revertir la situación política para volver a través de sus
representantes políticos de nuevo al poder.
Las oligarquías latinoamericanas
no tienen proyecto de país, su único interés es beneficiarse del comercio de los
recursos naturales y seguir gobernando de espaldas a los intereses de la
mayoría, manteniendo sus países como lo han venido haciendo durante décadas como
meros suministradores de materias primas. Este proyecto es también el proyecto
de EEUU y de las grandes empresas y grupos mediáticos de los países desarrollados que no ven con
agrado el desarrollo económico independiente e inclusivo de Latinoamérica y
quieren anclarlo de la mano de estas oligarquías apátridas al pasado para evitar
la unión de las naciones latinoamericanas y para privatizar y controlar de nuevo
los recursos naturales, entre los que destacan principalmente los de Venezuela,
país que alberga la mayor reserva de petróleo del mundo.
Sin embargo, a pesar de que la
vuelta al poder, como ha sucedido en Brasil, de los poderes fácticos
oligárquicos suponga un paso atrás en el proceso de modernización e integración
latinoamericana, su permanencia en el poder, por no representar los intereses
populares, será efímera. Al final lo que debe contar y contará, serán los
resultados prácticos del desarrollo como nación en beneficio de las clases
populares.
La lucha
de clases en Latinoamérica viene
de un largo recorrido y aun le queda un largo trecho, hasta que ésta pase a ser
historia cuando se alcance la prosperidad integral de las naciones que la
componen. El gran avance histórico es que, con toda probabilidad, el camino ya
no estará sembrado de dictaduras sangrientas por el rechazo popular a las
mismas. Deberá ser con procedimientos democráticos como habrá que dirimir las
diferencias.